Cuentos y recopiladores
La sagaz princesa (recopilador: Perrault)
Allá por el tiempo de las primeras Cruzadas, un rey de no sé qué país de Europa resolvió marchar a Palestina a hacer la guerra a los infieles. Antes de emprender tan largo viaje puso en orden los negocios del Estado y confió la regencia del reino a un ministro sumamente hábil y de acrisolada probidad.
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Inquietaba al monarca la suerte que durante su ausencia correría su familia. Había perdido este príncipe a su esposa hacia muy poco tiempo, y le quedaban de su matrimonio tres jóvenes ya casaderas. La crónica no cita sus verdaderos nombres; mas como en aquellos tiempos felices la sencillez de los pueblos designaba a las personas eminentes con un sobrenombre, que siempre hacia relación a sus buenas cualidades o a sus defectos, se que a la mayor de aquellas princesas se la llamaba Perezosa, a las segunda Habladora, y a la mas pequeña Picarilla, apodos estos perfectamente acomodados al carácter de las tres hermanas.
No era en verdad posible hallar una criatura más negligente que Perezosa. Nunca se despertaba antes de la una de la tarde: - la llevaban a la iglesia tal como salía de la cama, con el cabello descompuesto, el vestido a medio abrochar, sin cinturón ni cosa que lo valiera, y hasta muchas veces calzaba con una zapatilla de una clase y otra de otra. Durante el día, se arreglaba un poco: jamás pudo conseguirse que se quitase las chinelas, porque era para ella un trabajo insoportable andar con zapatos. Después de comer, Perezosa entraba en el tocado y allí permanecía arreglándose y peinándose hasta las primeras horas de la noche: el resto hasta las doce lo pasaba en jugar y comer: en seguida empezaba a desnudarla, y como en esta operación había de invertir tantas horas como en vestirla, nunca se acostaba sino después de haber amanecido.
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Habladora hacia otra especie de vida: viva de genio, empleaba poco tiempo en el cuidado de su persona; en cambio, era tal su flujo por hablar que en todo el santo día no cerraba el pico. Sabia la historia particular, no solo de los cortesanos, sino hasta del mas insignificante hidalguillo de la comarca, llevaba cuenta y razón de todas las mujeres que mataban de hambre a los criados para comprar con los ahorros galas y diges, y conocía al dedillo lo que ganaban las doncellas d la marquesa de Fulanita y el mayordomo del conde Meganito. Pata estar al corriente de todos estos chismes pasaba las horas muertas escuchando a su costurera y a su nodriza, con el mismo placer que hubiera puesto en oír el discurso de un embajador. Tenía ya aburrido el rey, su padre, hasta el último lacayo de palacio. Poco le importaba la jerarquía del oyente, el caso era hablar mucho.
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Esta insufrible comenzó de menear la lengua la causaba inmenso perjuicios. Sus maneras familiares autorizaban hasta cierto punto a los pisaverdes de la corte para dirigirla, sin respeto a su elevada posición, bromas y piropos. Habladora escuchaba las flores con benevolencia, solo por tener el placer de responder a las galanterías, pues ya he dicho que, a trueque de hablar, poco le importaba el auditorio y mucho menos la materia de la conversación. De igual manera que Perezosa, Habladora no dedicaba ningún tiempo a la meditación y al estudio, ni mucho menos a los trabajos de la aguja y del bastidor. Las dos hermanas pasaban la vida en ocio perpetuo.
El carácter de Picarilla, la hermana pequeña, era complemente distinto: su vivacidad no tenia limites, y hacía un uso laudable de su natural talento y felices disposiciones para esos mil ejercicios que constituyen la base de una maestría, cantaba con exquisito gusto y manejaba a la perfección una infinidad de instrumentos. Además de estas habilidades hacia con admirable soltura todos esos pequeños trabajos de mano, como coser, bordar, etc.; trabajos que tanto entretienen a las jóvenes. Vigilaba también el interior de la real casa, e impedía las rapiñas de los oficiales y abastecedores de palacio, que desde muy antiguo han sido siempre poco escrupulosos en la observancia del séptimo mandamiento de la ley de Dios.
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No acababan aquí las disposiciones de Picarilla: poseía una rectitud de juicio nada común, y su presencia de ánimo era tan maravillosa, que en las circunstancias más difíciles encontraba siempre medios hábiles para salir de los más graves apuros. La exquisita penetración de esta joven princesa describió en una ocasión un lazo peligroso que un embajador de mala fe tendía al rey con motivo de un tratado de importancia. Para castigar la perfidia del embajador y del monarca a quien representaba, el rey cambio el articulo del tratado, redactándolo en los términos que le dicto su hija, y logro de este modo castigar al engañador.
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Picarilla descubrió también otra vez una mala pasada que un ministro quería jugar al rey, y gracias a los buenos consejos que dio a su padre, la infidelidad del traidor fue puesta en evidencia. En fin, de tal modo manifestó su penetración y buen juicio, que el pueblo empezó a distinguirla con el sobrenombre con que la conocemos. El rey la quería mucho mas que a sus hijas, y a no tener otras hijas habría partido tranquilo; pero la confianza que Picarilla le inspiraba era igual al recelo e inquietud que le asaltaban por la suerte de las otras. Con objeto de asegurarse de la conducta de su familia, - que de la de sus vasallos no se inquietaba, gracias al ministro regente - fue a ver a un hada y le partición las inquietudes que sentía respecto de Perezosa y Habladora.
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Hasta hoy – añadió el rey – nada han hecho que pueda conceptuarse como una falta a los deberes que su rango les impone; pero tienen tan poquísimo talento, son tan imprudentes y viven tan ociosas que temo se lancen, lejos de mi cuidado, a cualquier locura. En cuanto a Picarilla, su virtud me inspira la mayor confianza; sin embargo, la trataré como a las otras para no darles motivo de queja. Os suplico, pues, sabia maga, que me hagáis tres ruecas de cristal, una para cada una de mis hijas, que tengan la propiedad de romperse en el mismo instante en que, aquella a quien pertenezca haga algo que perjudique su reputación.
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Era la maga muy hábil y satisfizo los deseos del rey. Le entregó tres ruecas encantadas, que tenían la virtud exigida. No se contento el monarca con tomar esta precaución; y encerró a las tres princesas en una altísima torre construida en un lugar solitario. Ordenole luego que permaneciesen en aquella torre durante su ausencia, y les encargo mucho que no saliesen para nada, ni hablasen con nadie. Les privó de toda la servidumbre de uno y otro sexo, y después de darles las ruecas encantadas, abrazó a las princesas, cerró las puertas de la torre, guardo las llaves y se puso en camino.
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Tal vez pensara el lector que las princesas quedaron en peligro de morirse de hambre, puesto que no tenían quien las sirviera: ¡nada de eso! El rey había mandado colocar una garrucha sobre una de las ventanas de la torre, y por ella pasaba una cuerda a cuyo extremo ataban las princesas una canastilla: en esta canastilla subían las provisiones diarias. Todas las noches tenían las princesas que retirar las cuerdas antes de acostarse.
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Se desesperaban Perezosa y Habladora de esta solitaria vida y no hay palabras con que expresar la tristeza que sentían. Debían, sin embargo, tener resignación pues la misteriosa rueca, podía al menor desliz quedar hecha pedazos. En cambio Picarilla nos e aburría. El huso, la aguja, los libros y los instrumentos de música le proporcionaban medios de distracción. Ademas, todos los días, por orden del ministro de Estado, colocaban en la canastilla de las princesas cartas y despachos en los cuales les daban detalladas noticias de todo cuanto pasaba fuera y dentro del reino.
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El rey lo había dispuesto así, y el ministro, fiel en el cumplimiento de sus deberes, era en esto exacto. Picarilla se enteraba de la marcha de los asuntos políticos y esto contribuía también a distraerla. Sus hermanas, no miraban siquiera los despachos. Decían que la pena les impedía divertirse con tales pequeñeces, y que mejor que cartas era que les enviasen una baraja para matar el tiempo.
De este modo pasaban la vida renegando de su destino, y exclamaban algunas veces:
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―Mas vale nacer dichosa que hija de rey.
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Con frecuencia salían a las ventanas de la torre para ver y fisgar lo que pasaba en el campo. Un día en que Picarilla trabajaba como de costumbre, sus hermanas vieron desde el balcón a una pobre mujer andrajosamente vestida. Les pinto esta mujer con palabras conmovedoras el triste cuadro de su miseria, les dijo que era una desgraciada forastera que sabia muchas historias, y les suplicaba que la dejasen entrar en la torre, donde podría prestarles muchos y buenos servicios con la mayor exactitud fidelidad. Las princesas recordaron en seguida la orden que habían recibido de su padre de no dejar que entrase en la torre alma viviente; mas Perezosa estaba cansada de servirse ella misma, y Habladora aburrida de no tener por oyentes mas que a sus hermanas: así que la una por la gana que sentía de tener quien la peinase y la otra por el deseo de charlar con una persona desconocida, resolvieron las dos dejar entrar a la pobre forastera.
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―La prohibición del rey ―dijo Habladora a su hermana― es imposible que comprenda a las personas de la categoría de esta infeliz. Creo que podemos recibirla sin ningún temor.
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―Haz lo que quieras, hermana mía ―respondió Perezosa―.
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Habladora que no espera sino reste consentimiento, echó la canastilla (que era de dos asas y muy fuerte), y el mendigo se metió dentro: graciosa la garrucha las dos princesas pudieron izarla con facilidad.
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Así que vieron a la pobre mujer dentro de la torre, las disgusto en extremo la horrible suciedad de sus vestidos, y quisieron darle otros para que se mudase; la forastera respondió que se los cambiaría al día siguiente, y que por de pronto no pensaba sino en servirlas. En esto volvió Picarilla a su cuarto y no fue poca su sorpresa al ver a una desconocida en compañía de sus hermanas. Expusiéronle las razones en que habían inspirado su conducta y la pobre Picarilla, comprendiendo que se trataba de un hecho consumado y que ya no había para el remedio, disimulo el disgusto que le causaba tamaña imprudencia.
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Entre tanto, la nueva camarista de las princesas empezó, con el pretexto de arreglar las cosas, a escudriñar todos los rincones del castillo. Quería hacerse cargo de la disposición interior de la torre porque es de advertí que aquella criatura sucia y repugnante, aquella mendigo cubierta de harapos era nada menos que el hijo mayor de un rey poderoso, vecino y rival del padre de las princesas. El tal príncipe, que pasaba por uno de los hombres mas artificiosos y malignos de su tiempo, manejaba al rey su padre como mejor le parecía. La verdad es que para ello no se necesitaba mucha sagacidad pues el buen rey era de un carácter tan dulce, pacifico y bondadoso, que le habían dado el sobrenombre de Muy Benigno. Al joven príncipe, cuyas acciones llevaban siempre el sello de la doblez, el pueblo le llamaba Cauteloso.
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El rey Muy Benigno tenía un hijo menor, tan bueno como malo era el otro. A pesar de la notable diferencia de carácter, los dos príncipes vivían en las mas perfecta unión y concordia, fenómeno que admiraba a todo el mundo. La belleza del rostro y la gracia que distinguían al hermano menor, unidas a los hermosos y nobles sentimientos de su corazón, habían hecho que el pueblo le diese el apodo de Perfectísimo.
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El príncipe Cauteloso era el que había inspirado al embajador del rey aquel rasgo de mala fe que la penetración de Picarilla hizo redundar en perjuicio de sus autores. Cauteloso odiaba al padre de las princesas, así que en cuanto supo las preocupaciones que había tomado, formo el diabólico proyecto de burlarse. Intento no se que pretexto, obtuvo permiso del rey Muy Benigno para hacer un viaje, y en seguida se preparo para entrar en la torre de la manera que habíamos visto.
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Al examinar el castillo, noto que las princesas podía, gritando, hacerse oír de los transeúntes y decidió permanecer con su disfraz durante el día; de lo contrario podía salirle cara su temeraria empresa. Conservó sus harapos y así que llego al noche y las tres hermanas hubieron cenado, los arrojó lejos de si y apareció vestido de piedras preciosas. A la vista de semejante cambio las pobres princesas quedaron aterradas y echaron a correr con precipitación. Picarilla y Habladora, ágiles como ardillas, se encerraron en su habitación en un abrir y cerrar de ojos; Perezosa, para quien era un trabajo ímprobo andar no pudo escapar de las manos del príncipe.
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Cauteloso se arrojo en seguida a sus pies, y después de confesarle cortésmente quien era, le dijo, que la fama de su belleza, corroborada por los retratos que de ella había visto, le había obligado a abandonar los placeres de una corte magnifica y deliciosa por venir a ofrecerla su corazón y su fe. Perezosa quedo tan aturdida en un principio que no tuvo palabras para responder al príncipe, que permanecía siempre de rodillas, dirigiéndole mil piropos, haciéndola mil protestad de amo y conjurándola a que le recibiese por esposo inmediatamente.
Como la natural flojera de la joven no la permitía entrar en una discusión, porque esto hubiera sido un esfuerzo supremo de que no se sentía capaz, dijo con negligencia al príncipe que, aceptaba el ofrecimiento que le hacia. Y sin otras formalidades ni requisitos, quedo arreglado el matrimonio entre la indolente niña y el atrevido príncipe. Inútil es decir que la rueca de cristal se rompió en mil pedazos.
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Mientras ocurría esto, Picarilla y Habladora, encerradas cada cual en su habitación, estaban llenas de inquietud. Sus cuartos se hallaban muy lejos uno de otro; y como cada una ignoraba la suerte de sus hermanas, pasaron la noche sin poder conciliar el sueño. Al día siguiente, el astuto e infamen príncipe condujo a Perezosa a un aposento de piso de bajo que daba al jardín. La princesa le manifestó entonces el deseo que tenia de saber donde se hallaban sus hermanas, y le explico el temor de que la reconviniese por su casamiento.
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Cauteloso respondió que el se encargaba de que lo aprobasen, y después de haberla encerrado sin que se apercibiese de ello, se puso a buscar a las otras dos princesas por todas las habitaciones del castillo. Mucho tiempo anduvo sin lograr encontrarlas, pero Habladora no teniendo con quien conversar, para satisfacer su maldito afán, comenzó a quejarse en voz alta; la oyó el príncipe y, aproximándose a la puerta del cuarto, consiguió verla por el ojo de la llave.
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Cauteloso la dirigió entonces la palabra, y como a Perezosa, la dijo que se había arriesgado a tan peligrosa empresa por venir a ofrecerla su mano y su corazón. A renglón seguido hizo mil elogios de su belleza y de su talento, y Habladora, que estaba muy pagada de si misma y tenía una enorme dosis de amor propio, cometió la locura de creer lo que decía y de responderle con un flujo de palabras, más amables y expresivas de lo conveniente en semejante caso.
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Necesario era que el prurito de hablar de aquella princesa rayase en furor para que en tales momentos se entretuviera con tan imprudentes coloquios, y más aun si se tiene en cuenta su abatimiento y debilidad, pues en todo el día no había comido. Como nunca se ocupaba de otra cosa sino de mover la lengua, su pereza y su imprevisión se daban la mano. Siempre que necesitaba de algo recurría a Picarilla, que más laboriosa y previsora que sus apáticas e indolentes hermanas, tenia en su habitación una infinidad de mazapanes, tortas, pasteles y conservas de todas clases.
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Carecía Habladora de tales provisiones y acosada por el hambre, por el deseo de hablar y por las protestas que el príncipe la dirigía, abrió al fin. Entró el príncipe y represento a las mil maravillas el papel que se había propuesto desempeñar.
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En seguida salieron juntos de la habitación y se dirigieron a la despensa del castillo, donde encontraron toda clase de provisiones. La princesa empezó por manifestar alguna inquietud respecto a sus hermanas; pero no tardo en persuadirse, no se con que fundamento, de que estaban encerradas en el cuarto de Picarilla y de que allí no les faltaba nada. Cauteloso se esforzó cuanto puso para afirmarla en esta creencia, y la dijo que a la noche irían a buscarlas; pero ella no fue de este parecer, y respondió que irían a llamarlas tan pronto como concluyesen de tomar un refrigerio.
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El príncipe y la princesa comieron en la mejor armonía. Cuando acabaron, Cauteloso comenzó a exagerar la violencia de su pasión, y las ventajas que la princesa encontraría en casarse con el. Díjola – como había dicho la víspera a la pobre Perezosa – que debía aceptarle por esposo inmediatamente, porque si sus hermanas se enteraban harían todo lo posible por impedirlo. Siendo el uno de los príncipes mas poderosos de la tierra, era mas que probable que la mayor quisiese para si tan ventajoso `partido y tratase de impedir una unión que debía hacerla tan dichosa. Habladora, después de algunas replicas tan largas como vacías de sentido, concluyó por ceder y fue tan imprudente como su hermana; es decir, acepto al príncipe por esposo sin otras formalidades que una falaz palabra. No se acordó de la virtud de la rueca de cristal sino cuando quedo hecha pedazos.
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Llegada la noche, Habladora volvió a su habitaron con el príncipe, y la primera cosa que se ofreció a sus ojos fue la rueca de cristal, rota en mil añicos. Turbose y se apesadumbró en presencia de tal espectáculo, y el príncipe la preguntó la causa de su disgusto. Como, en su flujo de hablar, un secreto era para ella un peso irresistible, contó a Cauteloso el misterio de las ruecas. El príncipe experimento diabólico placer al enterarse de que el padre de las princesas tendría una prueba irrecusable de la mala conducta por ellas observada.
Habladora temía con justa razón que sus hermanas la reconviniesen. Cauteloso se ofreció a buscarlas, y aseguró que no le faltarían razones eficaces para convencerlas. La pobre princesa, que no había dormido en toda la noche anterior, se quedo un poco albergada. El traídos, aprovecho este sueño, y la encerró con llave, como había hecho con Perezosa.
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Recorrió luego las habitaciones del castillo; todas estaban abiertas menos una, cuya puerta resistió a sus esfuerzos. No había duda, aquella era la habitación de picarilla. Aproximose Cauteloso a la cerradura, y pronuncio por tercera vez el mismo pomposo discurso. Picarilla no se dejaba engañar como sus hermanas, y le escucho sin responderle.
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Al ver que el príncipe no cejaba, comprendió que nada iba a conseguir con el silencio, puesto que no había de disuadirle de aquella era su habitación y le dijo que para creer en su ternura y sinceridad era preciso que bajase al jardín, cerrase tras el la puerta, y se conformara a escuchar lo que desde la ventana le hablaría.
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Cauteloso no quiso aceptar, y exasperado por la obstinación de Picarilla en no querer hablar, fue a buscar un madero e hizo saltar de un golpe la cerradura de la puerta. Cuando penetró en el cuarto, halló a la princesa armada con un gran martillo que por casualidad habían allí olvidado. La emoción y la cólera, animaban el hermoso rostro de la joven realzando su natural belleza a los ojos del seductor. Cauteloso quiso arrojarse a sus pies; pero ella le rechazó diciéndole:
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―Príncipe, ¡si os aproximáis a mi, os abro la cabeza de un martillazo!
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―¡Cómo! Hermosa princesa ―exclamó Cauteloso con hipócrita y melosa entonación― ¿es posible que paguéis el amor que me inspiras con tan cruel aborrecimiento?
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Y en seguida se puso a encomiar de nuevo la violencia de la pasión que le había inspirado la fama de la belleza y del maravilloso talento de Picarilla, añadiendo que se había disfrazad para venir a ofrecerla con todo el respeto debido su mano y su corazón, y que debía perdonarle su osadía y el haber fracturado la puerta, en gracia del sentimiento violentísimo que le animaba.
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Como de costumbre, concluyó su peroración tratando de persuadirla de que debía recibirle inmediatamente por esposo, y asegurándola que no sabía donde se hallaban buscando con afán desde que entro en el castillo. La sagaz princesa fingió creerle y consentir en lo que la reponía, pero le manifestó que era necesario buscar ante todo a Perezosa y Habladora par aunque después tomaran todos juntos las medidas conducentes al cumplimiento de sus deseos. Cauteloso respondió que de ninguna manera se las debía buscar antes de realizar el matrimonio porque las princesas se pondrían a la preferencia a que tenían derecho por edad.
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Esta respuesta aumentó las sospechas que el pérfido príncipe inspiraba a Picarilla. La pobre tembló por la suerte de sus hermanas, y juró vengarlas, y evitar al mismo tiempo que la ocurriese la desventura de que, no sin razón, las suponía victimas. Afirmó entonces a Cauteloso que consentía en casarse con el; pero que abrigaba la convicción de que todos los matrimonios realizados de noche eran infelices, por lo que le suplicaba que aplazasen para el día siguiente la ceremonia de jurarse una fe reciproca: asegurole también que hasta entonces nada diría a sus hermanas, le pidió por favor que la dejase solo un momento para rezar y termino prometiéndole conducirle ligo a una habitación donde encontraría una buena cama. Al amanecer podría subir a verla para continuar juntos el resto del día.
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Cauteloso que era por cierto un valiente, viendo que Picarilla no abandonaba el martillo -y le blandía, a pesar de su tamaño, como si fuese un ligero abanico- accedió al fin a los deseos de la princesa, y se retiró para dejar tiempo de meditar. No bien hubo salido del cuarto, Picarilla corrió presurosa a disponer una cama sobre la boca de un albañal sumamente profundo y espacioso, donde iban a parar todas las inmundicias del castillo. La princesa colocó sobre el agujero dos o tres palos poco resistentes, y encima puso el colchón con sabanas muy limpias y perfumadas. Subió enseguida a su cuarto, y cuando entró Cauteloso le condujo al sitio en que acababa de preparar la cama y se despidió de él hasta el amanecer.
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El príncipe se arrojó sin desnudarse en el lecho tan artificiosamente preparado, y, rotos con el peso de su cuerpo los frágiles travesaños en que descansaba el colchón, fue a parar sin poder evitarlo al fondo del albañal. El ruido que el príncipe hizo al caer previno a Picarilla, cuya habitación se hallaba próxima, de que su artificio había tenido buen éxito. Imposible es expresar el inmenso placer que experimento al oírle revolcarse y jurar como un condenado en el fondo de la cloaca. El castigo era tan merecido que legitima la alegría de la princesa.
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El placer de su triunfo no la impidió pensar en sus pobres hermanas, y su primer cuidado fue buscarlas. A Habladora la encontró en seguida, porque Cauteloso, después de haberla encerrado, no tuvo la precaución de retirar la llave de la cerradura. Picarilla entro apresuradamente, y al ruido que hizo se despertó la infeliz sobresaltada y llena de confusión al verla delante. Picarilla le refirió cuanto acababa de pasarle con el infame príncipe.
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Estas noticias produjeron en Habladora un doloroso efecto; había tomado en serio la ridícula comedia representada por Cauteloso. Aunque parezca mentira, no faltan en el mundo cándidas por el estilo.
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Disimuló el exceso de su dolor, y salió de su cuarto con Picarilla para ir en busca de Perezosa. Recorrieron uno por uno los aposentos del castillo sin encontrarla. Ocurriósele por ultimo, a la sagaz princesa, que acaso estaría en las habitaciones que daban al jardín, y en efecto, allí la encontraron medio muera de hambre y de desesperación. Prestárosla los socorros que reclamaba su crítico estado, y después de mutuas confidencias que ocasionaron profundísima pena a Habladora y Perezosa, decidieron descansar un rato de tantas y tan agudas emociones.
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Como es de suponer, Cauteloso pasó mala noche: la llegada del nuevo día no mejoro en nada su posición. Hallábase en las profundidades de una fétida caverna, cuyos horrores no podía apreciar, por falta de luz: la salida era poco menos que imposible. A fuerza de andar de un lado a otro con la energía de la desesperación, encontró por fin el desagüe del albañal que daba sobre un río situado bastante lejos del castillo, y comenzó a gritar desesperadamente. Oyéndole unos pescadores y le sacaron del agua en tal lastimoso estado que daba compasión verle.
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Hizo que le trasladasen a la corte del rey su padre, donde a fuerza de tiempo y de exquisitos cuidados logro curar del susto y de las contusiones. Inspirole aquella aventura odio tan inmenso contra Picarilla que solo pensaba en convalecer completamente para vengarse de tamaña ofensa.
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Entre tanto, la virtuosa princesa para quien el buen nombre y la gloria de su familia eran prendas más caras que su propia existencia, pasaba ratos amarguísimos: la vergonzosa debilidad de sus hermanas le causaba pena y desesperación profundas. Aún debía recibir un nuevo y rudo golpe: la salud de Habladora y Perezosa empezó a alertarse de resultados de su unión con el indigno príncipe.
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Lo ocurrido en la torre aumento la natural infamia y detestables inclinaciones de Cauteloso. Ni el recuerdo del albañal, ni el de las magulladuras recibidas le causaba tanta rabia como el de haber encontrado una persona mas astuta que él. Preveía las consecuencias de sus dos casamientos, e hizo que llevasen bajo las ventanas del castillo grandes cajones con hermosos árboles cargados de fruta. Perezosa y Habladora, que vieron pronto la golosina, entraron en ganas de comerla y persiguieron con sus reiteradas instancias a su hermana para que bajase en la canastilla. Tanto la dijeron, que al fin se decidió a complacerlas: descendió hasta la copa de los árboles, y poco después las dos princesas devoraban con avidez exquisitas y sabrosas frutas.
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Al día siguiente aparecieron nuevas cajas con árboles de otra especie: las princesas volvieron a experimentar el mismo antojo, y Picarilla volvió a bajar. Pero los emisarios de Cauteloso, que el primer día habían errado el golpe, salieron precipitadamente del escondite y se apoderaron de la princesa.
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Sus pobres hermanas se mesaban los cabellos con desesperación. Los esbirros del infame príncipe condujeron a Picarilla a una casa de campo, a donde Cautelosos había ido a restablecerse. Cuando la vio entrar no pudo contener su feroz alegría, y la dirigió brutales insultos, a los que ella respondió con una entereza de alma digna de heroína. Después de haberla tenido prisionera durante algunos días, ordeno que la llevasen a la cumbre de una elevada montaña, a donde fue el mismo así que los esbirros hubieron ejecutado sus órdenes. Ya allí, anuncio a Picarilla que iban a matarla de una manera que le vengase con usura de la caída en el albañal.
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El Peredo príncipe la enseño un tonel erizado interiormente de puntas de acero y clavos retorcidos, y añadió, que, para castigarla como merecía, la meterían dentro y la echarían a rodar por la montaña abajo. Picarilla, aunque no era romana, permaneció tan impasible a la vista de aquel suplicio, como lo estuvo Regulus en presencia de una tortura semejante; su valor y sangre fría no decayeron ni por un momento.
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En vez de admirar su carácter heroico, sintió Cauteloso recobrar su rabia, y no pensó sino en apresurar la muerte de la victima. Con este fin se inclino al borde del tonel preparado a su venganza, para examinar si las paredes estaban bien guarnecidas de instrumentos de tortura. Picarilla aprovecho el instante en que su perseguidor parecía absorto en su contemplación diabólica, y con la rapidez del rayo, le precipito dentro, le echo a rodar por la vertiente de la montaña, sin que el príncipe tuviera tiempo de resistirse, y en seguida huyo precipitadamente.
Los satélites de Cauteloso, que habían visto con disgusto y repugnancia la manera bárbara y cruel como su amo quería tratar a la hermosa y amable joven, no pensaban en perseguirla. Además, se hallaban tan asustados del accidente ocurrido al príncipe, que a todos les falto tiempo para arrojarse a detener la mortífera cuba; sus esfuerzos fueron inútiles: el tonel no paro hasta llegar al valle, y allí sacaron al príncipe cubierto de sangre y hecho una verdadera llaga desde los pies a la cabeza.
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La desgracia ocurrida a Cauteloso causo gran sentimiento al rey Muy Benigno y al príncipe Perfectísimo. En cuanto a los pueblo, lejos de sentirlo, se alegraron, porque Cauteloso era aborrecido de todos: nadie comprendía como su joven hermano, cuyos sentimientos eran tan nobles, podía vivir con el y amarle. Pero el carácter de Perfectísimo era excesivamente bueno, y esta bondad natural le obligaba a querer con la mayor ternura a todos los miembros de su familia. Además, el astuto Cauteloso había tenido siempre sumo cuidado en manifestarle gran afecto, y aquel magnánimo príncipe no podía menos de corresponder a un cariño con apariencias de sincero. Perfectísimo experimento un dolor inmenso al tener noticia de las heridas que había recibido su hermano, y consagro sus desvelos a asistirle con el mismo afán que lo hubiera hecho una madre cariñosa; pero a pesar de sus tiernos cuidados, las heridas de Cauteloso se enconaban cada vez mas, y le producían atroces sufrimientos.
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Así que Picarilla se vio libre se apresuró a volver junto a sus hermanas. No paso mucho tiempo sin que nuevos pesares martirizasen el corazón de la joven. Las dos princesas dieron a luz un niño cada una, y dejo a la consideración de los lectores cual no sería el apuro de la pobre Picarilla en tan críticas circunstancias. Sacó sin embargo, fuerzas de flaqueza, y el deseo de ocultar la deshonra de sus hermanas, la hizo resolverse a arrostrar nuevos peligros. A fin de que el plan que había imaginado tuviese buen éxito, adopto cuantas medidas puede inspirar la mas exquisita prudencia: disfrazase de hombre, encerró los dos niños en dos cajas, en cuya tapadera hizo algunos agujeros para que pudiesen respirar, coloco las cajas sobre un caballo – confundidas con algunas de la misma forma – y provista de este equipaje, tomo el camino de la ciudad que servía de corte al rey Muy Benigno, y en la cual se hallaba Cauteloso.
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Cuando Picarilla entro en la población, supo que la magnificencia con que el príncipe Perfectísimo retribuía los servicios médicos se aplicaban a su hermano, había atraído hacia la corte a casi todos los charlatanes de Europa, que no eran pocos; pues en la época de nuestra historia había gran numero de aventureros, sin oficio ni beneficio, que se hacían pasar por hombre sabios y aseguraban que poseían el secreto de curar todas las enfermedades. Aquella empírica falange cuya única ciencia consistía en engañar al próximo con el mayor descaro, encontraba siempre, gracias a su extraordinaria gravedad y a lo exótico de los nombres de sus individuos, crédulo que dieran fe a sus mentiras. Semejante clase de médicos no permanecen nunca en el ligar donde vieron la luz, son que emigran a países lejanos, con lo que adquieren la cualidad de ser extranjeros que es para el vulgo una eficaz recomendación. Informada de todo esto la ingeniosa princesa, se bautizo a si misma con el nombre de Sanatio, e izo anunciar por todos los ámbitos de la población que acababa de llegar con maravillosos y eficacísimos secretos para curar las heridas mas peligrosas y enconadas. No se necesitaba tanto para que Perfectísimo enviase a buscar al pretendido Galeno. Picarilla acudió al llamamiento y gesticulando con gravedad y pronunciando algunas palabras de obscura significación, desempeño a las mil maravillas el papel de medico empírico. Agradablemente sorprendieron a la princesa el simpático rostro y los finos modales de Perfectísimo.
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Después de conversar con él por espacio de rato acerca de las heridas de Cauteloso, le dijo que había olvidado en su domicilio una botella de agua incomparable por sus salutíferos efectos y que iba a buscarla. Fuese y dejo allí las cajas que ya conocemos asegurando que contenían excelentes bálsamos para la cura de las heridas.
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Excusado es decir que el pretendido medico no volvió a parecer. Impacientes por su tardanza, iban a llamarle de nuevo, cuando resonaron débiles gritos de niño en el cuarto de Cauteloso. Pronto averiguaron que los gritos salían de las misteriosas cajas.
Los que así gritaban eran los sobrinos de Picarilla. La sagaz princesa había hecho que los alimentasen bien antes de llevarlos a palacio; pero con el tiempo los pobrecitos volvieron a tener hambre y manifestaron la necesidad de su estomago con débiles lamentos. Abiertas las cajas, quedaron los circunstantes sorprendidos. Cauteloso comprendió que el regalo venia de la sagaz Picarilla y fue tal su rabia, que se le empeoraron mucho las heredad y ya no hubo ninguna esperanza de salvarle.
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El pesar de Perfectísimo creció de punto. Cauteloso, pérfido aun a las puertas de la muerte, quiso abusar de su ternura y de su dolor: - Príncipe -le dijo- si no hubiera tenido durante mi vida mil pruebas de tu amistas, me bastaría para creer en tu acendrado cariño el sentimiento que te causa mi perdida. Voy a morir, hermano mío, como último testimonio de tu buen afecto, prométeme que no me negaras lo que voy a pedirte.
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Incapaz el buen príncipe de negar nada a su hermano, le prometió bajo la fe de los más terribles juramentos concederle cuanto le pidiese. Cauteloso después de abrazarle tiernamente respondió:
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―¡Gracias, hermano mío! Al fin muero con el consuelo de que seré vengado. La súplica que tengo que hacerte es que, así que yo muera, pidas en matrimonio a Picarilla. Ya en tu poder esta maligna princesa, ¡entiérrale un puñal en el pecho!
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Perfectísimo se estremeció de horror al oír estas palabras, y se arrepintió de la imprudencia de su juramento; no era tiempo de revocarlo y disimulo su pena. Cauteloso espiró pocos minutos después.
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Imposible explicar el dolor del rey Muy Benigno: baste decir que fue tan grande como la alegría del pueblo al ver que por la muerte del indigno príncipe quedaba heredero de la corona Perfectísimo, cuyas excelentes cualidades eran apreciadas por todo el mundo.
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Picarilla que se había vuelto a reunir con sus hermanas, tuvo noticia de la muerte de Cauteloso. Al poco fue anunciado a las princesas el regreso del rey su padre. El primer cuidado de este príncipe al entrar en su reino fue pedir a sus hijas la rueca de cristal. Perezosa fue a buscar la de Picarilla y la enseñó al rey; después hizo una profunda reverencia y volvió a colocarla en su sitio. Habladora siguió el ejemplo de su hermana, y Picarilla trajo por ultimo su propia y verdadera rueca. Pero el rey, que era un poco desconfiado, no se dio por satisfecho y quiso ver las tres ruecas juntas. ¡Aquí fueron los apuros! ¡Solo Picarilla pudo enseñar la suya!
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La conducta de sus dos hijas mayores inspiró al rey tal furor que en aquella misma hora las mando a casa del hada que había hecho las ruecas, y la suplico que las castigase del modo que merecían.
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El hada, para dar principio al castigo de las princesas, las condujo a una galería de su palacio encantado. En ella estaban colocados los retratáis de un sinnúmero de mujeres ilustres que habían adquirido gran celebridad por sus virtudes y por una vida laboriosa. Por un maravilloso efecto eran de movimiento y estaban en acción desde la mañana hasta la noche.
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Veíanse por todas partes divisas y trofeos dedicados a la gloria de aquellas virtuosas mujeres, y no fue pequeña mortificación para las dos hermanas el comparar los triunfos de tales heroínas con la despreciable situación a que las había reducido su imprudencia. Para colmo de males el hada les dijo en tono severo, que si desde la infancia se hubieran ocupado siempre en las labores que desempeñaban las heroínas de los cuadros, no habrían tenido que lamentar nunca vergonzosos deslices.
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- La ociosidad -añadió la maga- es la madre de todos los vicios. Para que volváis a altar y recuperéis el tiempo perdido, voy a daros la ocupación que merecéis.
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Desde aquel día, obligo a las princesas a que desempeñasen los más rudos trabajos, recogieran legumbres, arrancaran yerbas nocivas y cavaran la tierra con un enorme azadón. Perezosa no pudo resistir a la tristeza que le causaba un genero de vida tan contrario a sus inclinaciones y murió de desesperación y de cansancio. Habladora, después de haberse escapado una noche del palacio de la maga, se abrió la cabeza contra un árbol, y de resultas de la herida, murió entre los brazos de algunos campesinos.
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La desgraciada suerte de sus hermanas causo a Picarilla mucha pesadumbre: las quería entrañablemente. Para aumento de sus penas, supo que Perfectísimo había solicitado su mano y que el rey se la había concedido sin consultarla. En aquel tiempo, la inclinación de las personas interesadas entraba por muy poco en el arreglo de las bodas. Picarilla se estremeció: temía, no sin fundamento, que Cauteloso hubiese transmitido al corazón de su hermano el odio que la profesaba. Pronto supo que no se había equivocado; que el joven príncipe quería casarse con ella para sacrificarla. Llena de inquietud, fue a consultar a la maga. La maga no quiso revelar secreto alguno a la princesa, y se limito a decirla:
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―La prudencia y el buen juicio que ha sido siempre la norma de vuestra conducta, os han hecho practicar escrupulosamente la máxima de, la desconfianza es madre de la seguridad. Seguid observándola como hasta aquí y consiguiereis ser dichosa son el auxilio de mis artes.
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Sin poder sacar de su consulta nada en limpio, Picarilla volvió a palacio llena de mortal zozobra. Algunos días después, un embajador del rey Muy Benigno se caso con la princesa a nombre del hermano de Cauteloso, y la condujo en seguida en una carroza magnifica al palacio de su esposo. Celebraron para recibirla grandes fiestas, las dos primeras ciudades porque debía pasar, y a la tercer jornada encontró a Perfectísimo que había salido a recibirla por orden de su padre. A todo el mundo, incluso el rey, sorprendió mucho la profunda tristeza del joven príncipe al aproximarse el día del casamiento que tanto había deseado.
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La belleza de Picarilla impresiono vivamente el animo de Perfectísimo, que hizo a la joven esposa mil cumplimientos pero con tal frialdad y torpeza que los personajes de la corte, conocedores de la inteligencia y el ingenio del príncipe, quedaron atónitos y supusieron al ver la cortedad de su futuro soberano que el amor le había hecho perder su natural donaire. Entusiastas aclamaciones y gritos de alegría resonaron aquel día en la ciudad; los conciertos y los fuegos artificiales duraron hasta muy entrada la noche. Después de un magnifico banquete, fueron conducidos los esposos a sus respectivas habitaciones.
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Acordándose de la máxima que le había recomendado la maga, Picarilla concibió un proyecto que puso en seguida en práctica. La princesa sedujo con halagos y dadivas a la camarista que tenia la llave de su aposento, y con su ayuda se proporciono cierta cantidad de paja, una vejiga llena de sangre de carnero y las tripas de algunos animales que habían matado para la cena. Entró con todos estos adminículos en un gabinete contiguo a su alcoba, y allí arregló un pelele relleno de paja, dentro del cual puso la vejiga y las tripas con la sangre del carnero. En seguida vistió la figura de mujer y la colocó en la cabeza una papalina de encajes como las que usan las señoras para dormir. Concluida la operación, continuo el resto del día como si nada la preocupara. Cuando concluido el banquete volvió a su habitación, aguardo a que la camarista terminase de desnudarla y así que se vio sola metió en la cama el pelele.
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El príncipe entró en la habitación de su esposa, y después de haber suspirado profundamente como el que hace un grande esfuerzo para tomar una resolución, desenvaino su espada y atravesó con ella de parte a parte el cuerpo que creía de Picarilla. La sangre salio a borbotones.
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―¡Dios santo! ―exclamó Perfectísimo―, ¿qué es o que he hecho? ¡Como después de tan crueles angustias y de tan encarnizada lucha he cumplido mi terrible juramento, manchando mis manos con un crimen! ¡Si, he muerto a la más encantadora de las princesas, a la mujer cuyas gracias me hechizaron desde el instante en que la vi, al ángel que hubiera hecho la felicidad de mi vida! ¡Y sin embargo no he tenido fuerza para sustraerme al juramento que mi hermano, poseído de furor, obtuvo de mí por medio de una indigna sorpresa! Soy un monstruo, he castigado a una mujer por el delito de ser demasiado virtuosa. Cauteloso, si he satisfecho tu injusta venganza, también vengaré a Picarilla, dándome yo mismo la muerte. Es necesario, encantadora princesa, que muera con la misma espada que sirvió para inmolarte…
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Picarilla oyó que el príncipe buscaba por el suelo la espada que había dejado caer en el trasporte de su dolor y exclamó saliendo de su escondite:
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―¡Tranquilizaos, príncipe, que no estoy muerta! Conociendo vuestro buen corazón y adivinando vuestro arrepentimiento, os he evitado un crimen valiéndome de un inofensivo engaño.
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Refirió Picarilla a Perfectísimo cuanto había hecho, y lleno el príncipe de alegría, abrazó a la princesa y le manifestó profunda gratitud por haberle evitado un crimen, del cual se acordaría siempre con horror.
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Si Picarilla no hubiese atendido a la consabida máxima que hace de la desconfianza la madre de la seguridad, habría muerto y muerte hubiera ocasionado la de Perfectísimo. ¡Cuánto erróneas conjeturas se haría entonces sobre el carácter y sentimientos de aquel noble príncipe! ¡Loor eterno a la prudencia y serenidad de espíritu! Estas virtudes salvaron a los jóvenes esposos, y desde las puertas de la muerte los llevaron a un paraíso de amor y de ventura, donde vivieron largos años, felices como nunca lo fueron los príncipes de la tierra.