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Cuentos y recopiladores

El sol, la luna y el cuervo (recopilador: Afanásiev)

Érase un matrimonio ya anciano que tenía dos hijas y un hijo. Un día fue el marido al granero a buscar grano; cogió un saco, lo llenó de trigo y se lo llevó a su casa; pero no se fijó en que el saco tenía un agujero, por el que el trigo se iba saliendo y esparciéndose por el camino. Cuando llegó a su casa, su mujer le preguntó:

 

―¿Dónde está el grano? Sólo veo el saco vacío.

​

No hubo más remedio que ir a recoger del suelo el grano esparcido, y el marido, mientras trabajaba, decía gimiendo:

​

―Si el buen Sol me calentase con sus rayos, la Luna me iluminase y el sabio Cuervo me ayudase a recoger el grano, al Sol le daría en matrimonio a mi hija mayor, al sabio Cuervo le daría mi segunda hija y a la Luna la casaría con mi hijo.

​

Apenas acabó de decirlo cuando el Sol lo calentó, la Luna iluminó el patio y el Cuervo le ayudó a recoger los granos. El viejo volvió a casa satisfecho y dijo a su hija mayor:

​

―Vístete con tu mejor vestido y ve a sentarte a la puerta de la casa.

​

Su hija lo obedeció; se vistió lo mejor posible y se sentó en el escalón de la puerta. En cuanto el Sol vio a la hermosa joven se la llevó a su casa. Luego, el padre ordenó lo mismo a su segunda hija, la que se puso su mejor traje y se dirigió al patio; aún no había pisado el umbral de la puerta cuando apareció el Cuervo, la cogió con sus garras y se la llevó a su reino. Le llegó el turno al hijo, a quien el padre dijo:

 

―Ponte tu mejor vestido y sal a la puerta.

​

Entonces la Luna, al ver al muchacho, se enamoró de él y se lo llevó a su palacio. Pasado algún tiempo, el padre sintió deseos de ver a sus hijos y para sus adentros se dijo: "Me gustaría visitar a mis yernos y a mi nuera". Y sin pensarlo más se dirigió a casa del Sol. Andando, andando, al fin llegó.

​

―¡Hola, suegro mío! ¿Cómo te va? ¿Quieres que te convide? ―dijo el Sol―.

​

Y sin esperar la respuesta ordenó a su mujer que hiciese buñuelos. Cuando la masa estaba ya a punto se sentó en el suelo en medio de la habitación, su mujer le puso la sartén sobre la cabeza y en un abrir y cerrar de ojos se frieron los buñuelos. Regalaron con ellos al padre, quien después de descansar un poco se despidió de su yerno y de su hija. Una vez en su casa pidió a su mujer que hiciese buñuelos; ella quiso encender la lumbre, pero su marido la detuvo, gritando:

​

―¡No hace falta!

​

Y se sentó en el suelo diciendo que le pusiera sobre la cabeza la sartén con los buñuelos.

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―¿Qué dices, hombre? ¡Tú te has vuelto loco! ―exclamó la mujer―.

​

―¡Tú qué sabes de esto! ―le contestó el marido―. Tú ponlos y verás cómo se fríen.

​

La mujer hizo lo que le mandaba; pero después de pasado un buen rato con la sartén sobre la cabeza los buñuelos no se frieron, sino que se agriaron.

​

―¡Ya ves qué estúpido eres! ―le gritó enfadada la mujer―.

​

Después de permanecer algunos días en casa se dirigió a visitar a su nuera la Luna. Al cabo de andar mucho tiempo, llegó cuando era medianoche; la Luna le preguntó:

​

―¿A qué quieres que te convide?

​

―A nada ―contestó él―. No tengo ganas de comer, estoy muy cansado.

​

Entonces la Luna, para que descansase, le propuso que tomase un baño caliente; pero él le contestó:

​

―No, porque como es de noche no se verá nada en el baño.

​

―¡Oh, por eso no te apures! ―contestó la Luna―; yo te proporcionaré luz.

​

Cuando el baño estaba ya caliente, el buen viejo fue a bañarse, y la Luna, descubriendo un agujero en la puerta, metió por él un dedo e iluminó toda la habitación. El buen hombre salió del baño muy satisfecho, y después de pasar unos cuantos días en casa de la Luna se despidió de sus hijos y se puso en camino. Una vez en su casa aguardó la llegada de la noche y mandó a su mujer que calentase el baño. Cuando estaba ya caliente, la invitó a que se bañase.

​

―No iré ―dijo la mujer―. ¿No ves, tonto, que el cuarto del baño está oscuro como boca de un lobo?

​

―Tú báñate, que yo te procuraré luz.

​

Obedeció la mujer y se dirigió al baño, mientras que el viejo, acordándose de lo que había hecho la Luna, se fue tras ella, con un hacha hizo un agujero en la puerta y metió por él un dedo. Pero no pudo iluminar el baño, y su mujer, al encontrarse en la oscuridad, lo colmaba de injurias. Por fin decidió ir a visitar a su yerno, el sabio Cuervo. Éste lo acogió con afabilidad y le preguntó:

​

―¿A qué quieres que te convide?

​

―No quiero comer nada ―contestó el suegro―; sólo quiero dormir, pues tengo muchísimo sueño.

​

―Pues bien, vamos a dormir ―dijo el Cuervo―.

​

Y colocando una escalera para que subiera por ella el anciano, lo hizo sentarse en el palo que atravesaba la habitación, sirviendo de posadero, y lo tapó con un ala; pero el pobre viejo, al dormirse, perdió el equilibrio, cayó desde el posadero al suelo y se mató.

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