Cuentos y recopiladores
El hombre bueno y el hombre malo (recopilador: Afanásiev)
Una vez hablaban entre sí dos campesinos pobres; uno de ellos vivía a fuerza de mentiras, y cuando se le presentaba la ocasión de robar algo no la desperdiciaba nunca; en cambio, el otro, temeroso de Dios y de estrecha conciencia, se esforzaba por vivir con el modesto fruto de su honrado trabajo. En su conversación, empezaron a discutir; el primero quería convencer al otro de que se vive mucho mejor atendiendo sólo a la propia conveniencia, sin pararse en delito más o menos; pero el otro le refutaba, diciendo:
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―De ese modo no se puede vivir siempre; tarde o temprano llega el castigo. Es mejor vivir honradamente aunque se padezca miseria.
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Discutieron mucho, pues ninguno de los dos quería ceder en su opinión, y al fin decidieron ir por el camino real y preguntar su parecer a los que pasasen. Iban andando cuando encontraron a un labrador que estaba labrando el campo; se acercaron a él y le dijeron:
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―Dios te ayude, amigo. Dinos tu opinión acerca de una discusión que tenemos. ¿Cómo crees que hay que vivir, honradamente o inicuamente?
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―Es imposible vivir honradamente -les contestó el campesino-; es más fácil vivir inicuamente. El hombre honrado no tiene camisa que ponerse, mientras que la iniquidad lleva botas de montar. Ya ven: nosotros los campesinos tenemos que trabajar todos los días para nuestro señor, y en cambio no tenemos tiempo para trabajar para nosotros mismos. Algunas veces tenemos que fingirnos enfermos para poder ir al bosque a coger la leña que nos hace falta, y aun esto hay que hacerlo de noche porque es cosa prohibida.
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―Ya ves ―dijo el Hombre Malo al Bueno―: mi opinión es la verdadera.
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Continuaron el camino, anduvieron un rato y encontraron a un comerciante que iba en su trineo.
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―Párate un momento y permítenos una pregunta: ¿Cómo es mejor vivir, honradamente o inicuamente?
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―¡Oh amigos! Es difícil vivir honradamente; a nosotros los comerciantes nos engañan, y por ello tenemos que engañar también a los demás.
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―¿Has oído? Por segunda vez me dan la razón ―dijo el Hombre Malo al Bueno.
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Al poco rato encontraron a un señor que iba sentado en su coche.
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―Detente un minuto, señor. Danos tu opinión sobre nuestra disputa. ¿Cómo se debe vivir, honradamente o inicuamente?
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―¡Vaya una pregunta! Claro está que inicuamente. ¿Dónde está la justicia? Al que pide justicia le dicen que es un picapleitos y lo destierran a Siberia.
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―Ya ves ―dijo el Hombre Malo al Bueno―: todos me dan la razón.
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―No me convencen ―contestó el Bueno―; hay que vivir como Dios manda; suceda lo que suceda no cambiaré de conducta.
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Se fueron ambos en busca de trabajo, y durante mucho tiempo anduvieron juntos. El Malo sabía halagar a la gente y se las arreglaba muy bien; en todas partes le daban de comer y de beber sin cobrarle nada y hasta le proveían de pan en tal abundancia que siempre llevaba consigo una buena reserva. El Bueno, no poseyendo la habilidad de su compañero, era muy desgraciado, y sólo a fuerza de trabajar mucho conseguía un poco de agua y un pedazo de pan; pero estaba siempre contento a pesar de que su compañero no dejaba de burlarse de su inocencia. Un día, mientras caminaban por la carretera, el Bueno sintió gran hambre y dijo a su compañero:
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―Dame un pedacito de pan.
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―¿Qué me darás por él? ―le preguntó el Malo.
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―Pídeme lo que quieras.
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―Bueno, te quitaré un ojo.
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Y como el Bueno tenía mucha hambre, consintió; el Malo le quitó un ojo y le dio un pedacito de pan. Siguieron andando, y al cabo de un buen rato el Bueno tuvo otra vez hambre y pidió al Malo que le diese otro poco de pan; pero éste le dijo:
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―Déjame sacarte el otro ojo.
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―¡Oh amigo, ten compasión de mí! ¿Qué haré si me quedo ciego?
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―¿Qué te importa? A ti te basta con ser bueno, mientras que yo vivo inicuamente.
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¿Qué hacer? Era imposible resistir un hambre tan grande, y al fin el Bueno dijo:
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―Quítame el otro ojo si no tomes la ira de Dios.
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El Malo le vació el otro ojo, le dio un pedacito de pan y luego lo dejó en medio del camino, diciéndole:
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―¿Crees que te voy a llevar siempre conmigo? ¡No era mala carga la que me echaba encima! ¡Adiós!
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El ciego comió el pan y empezó a andar a tientas pensando en llegar a un pueblo cualquiera donde lo socorriesen. Anduvo, anduvo hasta que perdió el camino, y no sabiendo qué hacer empezó a rezar:
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―¡Señor, no me abandones! Ten piedad de mí, que soy alma pecadora!
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Rezó con mucho fervor, y de pronto oyó una voz misteriosa que le decía:
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―Camina hacia tu derecha y llegarás a un bosque en el que hay una fuente, a la que te guiará el oído porque es muy ruidosa. Lávate los ojos con el agua de esa fuente y Dios te devolverá la vista. Entonces verás allí un roble enorme; súbete a él y aguarda la llegada de la noche.
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El ciego torció a su derecha, llegó con gran dificultad al bosque, sus pies encontraron una vereda y siguió por ella, guiado por el rumor del agua, hasta llegar a la fuente. Cogió un poco de agua, y apenas se mojó las cuencas vacías de sus ojos recobró la vista. Miró alrededor suyo y vio un roble enorme, al pie del cual no crecía la hierba y la tierra estaba pisoteada; se subió por el roble hasta llegar a la cima, y escondiéndose entre las ramas se puso a aguardar que fuese de noche. Cuando ya la noche era obscura vinieron volando los espíritus del mal, y sentándose al pie del roble empezaron a vanagloriarse de sus hazañas, contando dónde habían estado y en qué habían empleado el tiempo. Uno de los diablos dijo:
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―He estado en el palacio de la hermosa zarevna. Hace ya diez años que estoy atormentándola; todos han intentado echarme del palacio, pero no logran realizarlo. Sólo me podrá echar de allí el que consiga una imagen de la Virgen Santísima que posee un rico comerciante.
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Al amanecer, cuando los diablos se fueron volando por todas partes, el Hombre Bueno bajó del árbol y se fue a buscar al rico comerciante que tenía la imagen. Después de buscarlo bastante tiempo, lo encontró y le pidió trabajo, diciéndole:
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―Trabajaré en tu casa un año entero sin que me des ningún jornal; pero al cabo del año dame la imagen que posees de la Santísima Virgen.
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El comerciante aceptó el trato y el Hombre Bueno empezó a trabajar como jornalero, esforzándose en hacerlo todo lo mejor posible, sin descansar ni de día ni de noche, y al acabar el año pidió al comerciante que le pagase su cuenta; pero éste le dijo:
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―Estoy contentísimo con tu trabajo, pero me da lástima darte la imagen; prefiero pagarte en dinero.
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―No ―contestó el campesino―. No necesito tu dinero; págame según convinimos.
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―De ningún modo -exclamó el comerciante-; trabaja en mi casa un año más y entonces te daré la imagen.
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No había más remedio que aceptar tal decisión, y el Hombre Bueno se quedó en casa del comerciante trabajando otro año. Al fin llegó el día de pagarle la cuenta; pero por segunda vez se negó el comerciante a darle la imagen.
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―Prefiero recompensarte con dinero ―le dijo―, y si insistes en recibir la imagen, quédate como jornalero un año más.
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Como es difícil tener razón cuando se discute con un hombre rico y poderoso, el campesino tuvo que aceptar las condiciones propuestas; se quedó en casa del comerciante un año más, trabajando como jornalero con más celo aún que los anteriores. Acabado el tercer año, el comerciante tomó la imagen y se la entregó al campesino, diciéndole así:
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―Tómala, hombre honrado, tómala, que bien ganada la tienes con tu trabajo. Vete con Dios.
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El campesino cogió la imagen de la Santísima Virgen, se despidió del comerciante y se dirigió a la capital del reino, donde el espíritu del mal atormentaba a la hermosa zarevna. Anduvo largo tiempo, y por fin llegó y empezó a decir a los vecinos:
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―Yo puedo curar a vuestra zarevna.
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Inmediatamente lo llevaron al palacio del zar y le presentaron a la joven y enferma zarevna.
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Una vez allí, pidió una fuente llena de agua clara y sumergió en ella por tres veces la imagen de la Santísima Virgen, entregó el agua a la zarevna y le ordenó que se lavase con ella. Apenas la enferma se puso a lavarse con el agua bendita, expulsó por la boca el espíritu del mal en forma de una burbuja; la enfermedad desapareció y la hermosa joven se puso sana, alegre y contenta. El zar y la zarina se pusieron contentísimos, y en su júbilo no sabían con qué recompensar al médico: le proponían joyas, rentas y títulos nobiliarios, pero el Hombre Bueno contestó:
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―No, no necesito nada.
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Entonces la zarevna, entusiasmada, exclamó:
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―Me casaré con él.
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Consintió el zar y dispuso que se celebrase la boda con gran pompa y en medio de grandes festejos. Desde entonces el campesino Bueno vivió en palacio, llevando magníficos vestidos y comiendo en compañía del zar y de toda la familia real. Transcurrido algún tiempo, el Hombre Bueno dijo al zar y la zarina:
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―Permítanme ir a mi aldea; tengo allí a mi madre, que es una pobre viejecita, y quisiera verla.
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El zar y la zarina aprobaron la idea; la zarevna quiso ir con él y se fueron juntos en un coche del zar, tirado por magníficos caballos. En el camino tropezaron con el Hombre Malo. Al reconocerlo, el yerno del zar le habló así:
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―Buenos días, compañero. ¿No me conoces? ¿No te acuerdas de cuando discutías conmigo sosteniendo que se obtiene más provecho viviendo inicuamente que trabajando honradamente?
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El Hombre Malo quedó asombrado al ver que el Bueno era yerno del zar y que había recuperado los ojos que él le había quitado. Tuvo miedo, y no sabiendo qué decir, permaneció silencioso.
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―No tengas miedo ―le dijo el Hombre Bueno―; yo no guardo rencor nunca a nadie.
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Y le contó todo: lo de la fuente maravillosa que le había hecho recobrar la vista, lo del enorme roble, sus trabajos en casa del comerciante, y por fin, su boda con la hermosa zarevna. El Hombre Malo escuchó todo con gran interés y decidió ir al bosque a buscar la fuente. "Quizá ―pensó― pueda también encontrar allí mi suerte".
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Se dirigió al bosque, encontró la fuente maravillosa, se subió al enorme roble y esperó la llegada de la noche. A media noche vinieron volando los espíritus del mal y se sentaron al pie del árbol; pero percibiendo al Hombre Malo escondido entre las ramas, se precipitaron sobre él, lo arrastraron al suelo y lo despedazaron.