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Cuentos y recopiladores

Verde Prato (Cuento italiano de Basile)

Había una vez una madre que tenía tres hijas, dos de las cuales eran tan desafortunadas que nunca les salía una a derechas: todos sus proyectos se chafaban, todas sus esperanzas acababan en agua de cerrajas. Pero la más pequeña, que era Nella, había salido del vientre de su madre con buena estrella, y diría que cuando vino al mundo se concertaron todas las cosas para darle lo mejor de lo mejor que pudieron: el cielo le dio la mejor tajada de su luz; Venus, el primer corte de la belleza; Amor, el primer hervor de su fuerza; Naturaleza la flor y nata de las buenas maneras: nada hacía que no le saliera a las mil maravillas, en nada se metía que no llegara a buen puerto, no había compromiso que no se resolviese con decoro.

            Por todo ello, así como la envidiaban sus herniosas hermanas, así la amaban y querían todos los demás; así como aquéllas habrían querido enterrarla, así los demás la encarecían.

            Había en aquella tierra un príncipe hadado que, bogando por el mar de la belleza de Nella, tantas veces lanzó el anzuelo de la servidumbre amorosa a la bella dorada que por fin la enganchó por las agallas del afecto y la hizo suya. Y para poder, sin que sospechase la madre, que era una mujer terrible, gozar juntos, el príncipe le entregó un polvillo e hizo un túnel de cristal que iba desde el palacio real hasta el lecho de Nella, no obstante distase ocho leguas, diciéndole: “Cada vez que me quieras cebar como a un gorrioncillo con tus primores, pon un poco de este polvo al fuego, que en seguida yo acudiré por el túnel a  tu reclamo, corriendo por un camino de cristal para disfrutar de tu rostro de plata”.

            Una vez que acordaron esto, no hubo noche en que el príncipe no hiciese el toma y daca y el vaivén por el conducto aquel, tanto es así que las hermanas, que espiaban los asuntos de Nella, cayeron en la cuenta de lo que ocurría y acordaron atragantarle ese rico bocado. Así, para desbaratar aquellos amoríos, fueron a romper en varios puntos el túnel, de resultas de lo cual, cuando la pobre muchacha echó el polvo al fuego para a visar a su enamorado y pedirle que fuese, éste, que solía acudir impetuoso y desnudo, quedó tan maltrecho entre aquellos cristales rotos que daba lástima verlo e, incapaz de seguir adelante, volvió sobre sus pasos, cortado como valones; y se metió en la cama y mandó llamar a todos los médicos de la ciudad.

            Pero como el cristal estaba encantado, sus heridas eran tan mortales que no había remedio humano que valiese; por lo cual el rey, desesperado por el caso de su hijo, mando publicar un bando: que a aquella persona que lo sanase, si era mujer, le concedería su mano; si hombre, la mitad de su reino.

            Oído esto, Nella, que se derretía por su príncipe, se disfrazó y se tiznó la cara, y, a hurtadillas de las hermanas, se marchó de casa con la intención de verlo antes de que muriese. Mas –porque ya las bolas doradas, con las que el Sol juega por los campos del Cielo, iban rumbo a Occidente- se le hizo de noche en un bosque, cerca de la casa de un ogro, y ahí para evitar cualquier peligro, trepó a un árbol.

            El ogro y su mujer estaban sentados a la mesa y habían dejado las ventanas abiertas para comer al fresco, y, no bien terminaron de vaciar jarras e hincharse de vino, empezaron a hablar de esto y de lo otro, con lo cual Nella, que estaba tan cerca de ellos como la nariz de la boca, podía oírlo todo.

            Y, entre otras cosas, la ogra preguntaba al marido: “Hermoso peludo mío, ¿qué se oye por ahí, qué se dice por el mundo?”. Y él respondía: “Imagínate que no hay un solo palmo limpio y que todas las cosas andan al revés o torcidas (…) bufones premiados, picaros reconocidos, holgazanes ensalzados, asesinos respaldados, usureros defendidos y hombres decentes poco valorados y estimados. Pero como éstas son cosas que a uno lo ponen negro, he de contarte sólo lo que le ha ocurrido al hijo del rey. Sabe que aquél se había construido un camino de cristal por el que pasaba desnudo para gozar de una bella doncella; el camino, no sé cómo, se rompió, y, cuando intento pasar, se hizo tal estropicio que, antes de que todos los huecos que tiene consigan taparse, el tubo de la vida se le ha de vaciar. Y, aunque el rey haya mandado publicar un bando con grandes promesas para quien lo cure, ya puede ir limpiándose los dientes, pues todo esfuerzo es vano: lo mejor que puede hacer es tener listo el traje de luto y preparar los funerales”.

            Nella, al conocer la causa del mal del príncipe, se puso a llorar en silencio y se dijo para sus adentros: “¿Quién puede ser esa alma maldita que ha roto el túnel por el que pasaba el lindo pájaro mío, rompiendo así también el conducto por donde pasaban mis fuerzas?”. Pero como la ogra empezó de nuevo a hablar, guardó silencio y siguió escuchando. Y aquella decía: “¿Es posible que el mundo se eche a perder por ese pobre señor, y se meta en un horno, di a los médicos que se echen una soga al cuello, di a Galeno y a Mesoé que devuelvan los dineros al maestro, ya que no saben encontrar recetas apropiadas para este príncipe!”.

            “Verás, babosilla mía”, respondió el ogro, “los médicos no están obligados a dar con remedios que superen los límites de la Naturaleza. Éste no es un cólico, para el que basta un baño de aceite; no es una flatulencia, que se quita con supositorios de higos laxativos y cagaditas de ratón; no es una fiebre, que se elimina mediante fármacos y dietas; ni tampoco es una herida cualquiera que se cura con emplastos y aceite de Aparicio. Pues el encantamiento que había en el vidrio roto tiene el mismo efecto que el del jugo de cebolla en el hierro de la flecha: vuelve la herida incurable. Solamente una cosa valdría para salvarle la vida, pero no me pidas que te la diga, porque es cosa de importancia enorme”. “¡Dímelo, colmilludo mío!”, replicó la ogra, “¡dímelo si no quieres verme muerta!”.

            Y el ogro: “Te lo diré, con tal de que me prometas no confiárselo a persona viva, pues sería el fin de nuestra estirpe y la perdición de nuestra vida”. “Pierde cuidado, guapísimo maridito mío”, respondió la ogra, “se verán cerdos con cuernos, monos con rabo y topos con ojos antes de que se me escape una palabra de la boca”. Y, una vez que juró con una mano sobre otra, el ogro le dijo: “Pues bien, sabe que no hay cosa bajo el cielo ni en la tierra capaz de salvar al príncipe de los esbirros de la muerte, salvo nuestra grasa, con la cual, untándole las llagas, se recogería esa alma que quiere desalojar de la morada de su cuerpo”.

              Nella, que oyó este diálogo, dio tiempo al tiempo para que acabasen de parlotear. Luego bajó del árbol, se armó de valor y llamó a la puerta del ogro, gritando: “¡Ay, señores míos ogrísimos, una caridad, una limosna, un poco de misericordia por una pobre desdichada y miserable que, abandonada por la fortuna, lejos de su patria, privada de cualquier auxilio humano, ha sido sorprendida por la noche en estos bosques y se muere de hambre!”, y llama que te llama.

            La ogra, llegándole ese machaqueo a las sienes, quería arrojarle media hogaza y despacharla; pero el ogro, cuya gazuza de carne de cristiano era mayor que la que siente el chamariz por la nuez, el oso por la miel, la gata por los pececillos, la oveja por la sal y el burro por el frangollo, dijo a su mujer: “¡Deja entrar a esa pobrecilla, que si duerme en el campo podría devorarla un lobo!”. Y tanto insistió que la mujer le abrió la puerta, mientras el ogro, con su caridad peluda, pensaba ya en zampársela en cuatro bocados.

            Pero una cuenta hace el glotón y otra el tabernero, porque, después de que se emborrachó bien y se echó a dormir, Nella, con un cuchillo que cogió de un aparador, los degolló a los dos y, una vez que les extrajo la grasa, la metió toda en una vasija y se dirigió a la corte, donde se presentó ante el rey y se ofreció a sanar a su hijo.

            El rey, muy contento, la hizo pasar a la habitación de su hijo, donde, no bien le hizo una buena unción con aquella grasa, dicho y hecho, como si hubiese arrojado agua al fuego: las heridas cicatrizaron al punto y el príncipe volvió a estar sano como un pez. Viendo lo cual, el rey dijo a su hijo: “Esta buena mujer merece la remuneración prometida en el bando y que te cases con ella”. El príncipe, cuando oyó esto, respondió: “Pues ya puede entretenerse con un palillo, que dentro de mí no tengo dispensas de corazón suficientes para poder repartir entre muchas: sabe que el mío ya está prometido y otra mujer es su dueña”.

            Nella, que oyó esto, respondió: “¡No deberías seguir pensando en aquella que ha sido la causa de todo tu mal!”. “El daño me lo causaron sus hermanas”, repuso el príncipe, “y ellas deben pagar la penitencia”. “¿Tanto la quieres?”, prosiguió Nella. Y el príncipe respondió: “Más que a las niñas de mis ojos”. “¡Si es así”, dijo ahora Nella, “abrázame, estréchame, porque soy yo el fuego de ese corazón!”.

 

            Mas el príncipe, viéndola con la cara tan oscura, respondió: “¡Podrías ser carbón en vez de fuego! ¡Así que apártate, no sea que me tiznes!”. Entonces Nella, comprendiendo que no la reconocía, pidió que le llevaran una jofaina con agua fresca, se lavó la cara y, ya sin nube de hollín, surgió el sol; y el príncipe, que por fin la reconoció, la estrechó como un pulpo. Muy poco después se casaron, mandando el príncipe emparedar a las hermanas dentro de un fogón, para que, como sanguijuelas, purgasen en las cenizas la sangre corrupta de la envidia, con lo que demostró así la verdad de aquel dicho:

 

no hay quien mal haga

que se libre de la paga.

 

(Verde Prato, Basile, 2006: pp. 163-168. Y en García Carcedo, 2022)

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